Shadow '92

La tarde estuvo excelente. La primera reunión “Escribicionista” se había dado lugar en un departamentito en la ciudad de Querétaro (cortesía de mi hermana) y después de las presentaciones “formales”, los “¿apoco si eres tú?, te imaginaba diferente”, los primeros chistes y la primera ronda de alcohol, los ánimos se relajaron y el ambiente se desestreso un poco. La tarde estaba fresca, apenas unas nubesilas en el cielo, clásico de un día de noviembre. Por haya se veía al Dr. Gonzo echando desmadre con la Ros, el Destroyer sirviendo las cubas, Malquerida y Siracusa platicando de cosas banales, el Capitán contándole a Úrsula una de las miles de aventuras que había vivido en su barco pirata. Y yo, trayendo los refrescos, los hielos, las papas y cuidando que hubiera papel en el baño.

Poco a poco se fueron despidiendo uno a uno los invitados. Las horas habían volado y varios de ellos tenían que tomar un avión por la mañana. “!Hasta luego!” “!Gusto en conocerte!” se escucharon al final, cuando solo quedamos cuatro. Ros (un poco pasada de copas, debo decir) hacia de hombro amigo a Fernando, quien le contaba sus penas. Yo platicaba con Siracusa, ansioso de que esos dos se durmieran para poder pasar al cuarto con mi novia y así hacer la fiesta un poco más íntima. Un poco difícil, ya que Fernando gracias a su mal de amores, cantaba el repertorio de Vicente Fernández, Nicho Hinojosa y Ricardo Arjona, con Ros haciéndole de coro en varias de ellas. El alcohol seguía fluyendo libremente por las venas de todos nosotros y, como era de esperarse, la última botella de tequila llego a su fin, junto con la botana.
    
-Pues señores, creo que esta noche va para largo, asi que con su permiso, iré por mas vino. ¿Algo en especial?   
-¡Sí!- grito Ros- Más tequila quedaría bien, digo, para no cruzarnos.
-¡Y no se te vallan a olvidar los tabacos!- competo Fernando al pedido.

Tome las llaves, y después de extenderle la mano a Siracusa, salimos de la casa.
Bajamos dos pisos y en un descanso de la escalera, atraje hacia mí a mi novia. La recargue contra la pared y así poderle darle un beso, la sombra cubría ese pequeño rincón, mis manos en su cintura, las de ella en mi espalda. Un ruido nos sobresaltó y nos separamos, casi avergonzados, para bajar el último piso.
Subimos al carro y Siracusa, con aquella mirada tierna y maquiavélica que tanto me excita, pregunto.
   
 -¿Dónde nos quedamos?

Puse mi mano en su cuello y le acaricie las mejillas con el pulgar. Se acercó y nuestros labios se encontraron nuevamente. Nuestras lenguas jugaban, ella me mordía el labio inferior, yo con mi mano libre en su rodilla. La palanca estorbaba, pero no importo. Era imposible desprenderse de esa miel enajenante, los minutos no se sentían ante cada beso, mi mano ya estaba en su espalda, recorriéndola, desde los hombros hasta la sutil línea donde empiezan las nalgas. Se estremecía cada vez que rozaba un punto sensible, la maraña de sus cabellos chinos con los míos, su mano en mi entrepierna, de abajo para arriba, casi tocando mi sexo, para después volver a bajar. Dos pequeños puntos se marcaron en su blusa (entre otra cosa en mi pantalón) como si se estuvieran levantando de un sueño, como despertándose.

Recorrí el asiento para que pudiera sentarse sobre mis piernas. Frente a frente, respirando su esencia. Mis manos apresaron sus nalgas, las de ella en mis hombros. Besaba su frente, mordía su oreja, besaba su cuello. 

Jugábamos el juego de ir y venir, degustar sin comer. Desabotone su blusa, dejando libre un fino sostén semitransparente, donde sus pezones se marcaban fuertemente, querían que los mordiera, pezones color obsidiana, pequeños, sensuales. Su mano ya estaba firmemente en mi sexo, acariciando, rasguñando, explorando. Desabrocho mi cinturón, mis manos jugaban con sus pantis, intentando llegar más lejos, más profundo, más abajo, mas, ¡más por favor!

Levante un poco aquella falda que muchas veces antes nos había servido de cómplice, baje lentamente aquel calzón que hacia juego con la prenda de arriba, “quiero que me hagas el amor” susurro a mi oído, mientras que sus manos, hábiles, ya habían hecho lo suyo con mi ropa.

Sentirla gozar conmigo me excitaba aún más, dos cuerpos conociéndose mutuamente, se escuchaba su respiración entrecortada, el olor a “amor” (como ella lo llama) inundaba el carro que otras tantas veces había fungido como anónimo espectador, su sudor y el mío, su intento de uñas rasguñándome el pecho, mis largos cabellos estorbando a cada beso, no pares, no pares, ¡así amor, no pares!

Terminamos…

Su cabeza recargada en mi hombro. Abrazos. Más besos. Más besos.
Salí del carro. Rodeé por la parte trasera, intentando recuperar el aliento. Le abrí la portezuela y tomados de la mano, subimos nuevamente.

Ros y Fernando se habían quedado dormidos, abrazados en el sillón. La pinza del cabello de ella había desaparecido y el cinto de aquel, tirado en suelo, nos advirtieron que quizá tal vez, no habíamos sido los únicos en pasar la fiesta a un momento más íntimo. Del estéreo sonó una vieja canción de Sabina “…y las dos y las tres… y desnudos al amanecer nos encontró la luna.” La puerta de la recamara estaba abierta, dejando pasar un tenue destello de luz y Siracusa, recargada en la pared, volteo, y con aquella mirada por la cual soy capaz de cualquier cosa, me pregunto.

-¿Vienes…?

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